lunes, 21 de agosto de 2017

La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender

Prácticamente desde que el cine es cine, los creativos de este arte han acudido a la fecunda cantera de la literatura para dar fundamento a sus obras. Y, con toda probabilidad, desde entonces se habrá suscitado esa cuestión,para algunos odiosa, para otros, oportuna, y para otros más, simplemente entretenida, que enfrenta al original literario con su variación cinematográfica. Esto es: ¿cuál es mejor, la película o el libro?
La respuesta académica, que, avalada por juicios como el de Lázaro Carreter (tildaba el insigne filólogo de “desdichado tópico” lo de que una imagen vale más que mil palabras), se ha convertido casi en un lugar común, es aquella que hace a la obra literaria superior a la fílmica. No obstante, otro tópico como el de que de mediocres libros nacieron buenas películas suele venir al rescate de los que piensan que, en estos duelos, el celuloide vence al papel. Por último, también nos queda una opción que, no por menos comprometida, ha de ser menos acertada. Según esta última, el medio fílmico y el literario son lo suficientemente distintos como para que podamos decantarnos con claridad por un tipo u otro de producción.
A esta última posibilidad me acojo para hablar de La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, novela histórica que el escritor aragonés Ramón J. Sender publicó en 1964. Ocho años más tarde, en 1972, vería la luz la más célebre y celebrada de sus adaptaciones cinematográficas: Aguirre, la cólera de Dios, del cineasta alemán Werner Herzog.
En efecto, las ventajas de una sobre otra se explican por características peculiares de la disciplina artística de la que son ejemplos y, por ello, vienen a ilustrar la distinta naturaleza de los medios literario y cinematográfico. En este sentido, hay tres factores clave para entender las diferencias entre estas dos obras, entre estas dos artes.
El primero de estos factores lo constituye la divergencia entre la unidad de la literatura y la pluralidad del cine, que otorga cierta superioridad a esta última disciplina. El cine es un “arte de artes”: en él conviven literatura, fotografía, música,... y la fusión de todas ellas en una experiencia total ha sido la meta, el ideal de grandes cineastas como David Lynch o Stanley Kubrick. La obra de Herzog no sería, evidentemente, lo mismo si faltaran en ella la envolvente e hipnótica música de Popol Vuh o la fotografía de Thomas Mauch, en la que la indómita naturaleza amazónica -en especial, la furiosa corriente del río- sobrecoge y cautiva al espectador.
En vista del resultado obtenido, eligió con acierto Werner Herzog al grupo encargado de la banda sonora, al director de fotografía y al resto de colaboradores, en particular al reparto de actores. El papel principal es brillantemente interpretado por Klaus Kinski, hasta el punto de que es difícil imaginar a otro actor encarnando la figura del “loco” Lope de Aguirre. Tras esa mirada agresiva, perdida, delirante del actor alemán  late la polémica personalidad del conquistador español.
Aquí tenemos el segundo factor en el que divergen cine y literatura: Werner Herzog  nos ofrece su poderosa, genial visión del hecho histórico, de la atmósfera que lo rodeó, de los personajes que lo hicieron posible. Su visión, la única posible dentro del acto de comunicación del cine, la que el público recibe sin alternativa propia, la que se imprime irremisiblemente en su imaginación mientras disfruta del film. No ocurre lo mismo en el caso de la novela: el lector, si no ha sido previamente “contaminado” por otra visión (la de Werner Herzog, la de algún grabador o dibujante, la de algún ilustrador cartográfico), puede imaginar, dentro de unos determinados límites, claro está, la dureza de semblante de Lope o la belleza de la mestiza Inés de Atienza. En ese sentido, el libro otorga mayor libertad al receptor para configurar su visión de lo narrado, aunque bien pudiera ocurrir que este prefiriera la privilegiada visión que de ello le ofrece el cineasta.
Y, por último, el tiempo (o el espacio, según se mire), es decir, el número de páginas, el metraje. Constituye una de las limitaciones más claras de las películas, con la que tuvieron que lidiar afamados cineastas como Orson Welles y Francis Ford Coppola, quienes vieron, en un principio al menos, recortadas sus obras maestras Ciudadano Kane y Apocalypse Now. Pese a que esto no tiene por qué suponer necesariamente un inconveniente o una merma en la calidad del film y pese a que, con el auge de las series de televisión, que permiten tratar las historias más por extenso, la industria cinematográfica parece haber compensado esta desventaja, en el caso que nos ocupa la mayor extensión del libro de Sender, de unas 400 páginas, respecto a la película de Herzog, de una hora y media de duración, establece entre ambas obras diferencias notables, sobre todo en el tratamiento de la historia y en la caracterización de los personajes.
Aunque La aventura equinoccial… ofrece una lectura sencilla, asequible para gran número de lectores, con un estilo llano, informativo, que no entraña apenas dificultades, la narración sirve de vehículo a materiales de diversa naturaleza que conforman un entramado textual complejo. Así, junto al relato de la expedición amazónica de Lope de Aguirre y sus compañeros encontramos pasajes expositivos de evidente interés etnográfico y antropológico, en los que el autor nos informa de las costumbres de los indígenas que los aventureros encuentran en su travesía y de las fiestas y cánticos con que los negros amenizan las oscuras y calurosas noches ecuatoriales. Tampoco faltan fragmentos en los que se describen las exuberantes y salvajes fauna y flora de la selva. Como es de suponer, en la película de Herzog apenas se tocan estos asuntos, al igual que tampoco se detiene en narrar las múltiples anécdotas que ocurren en la aventura y que sí merecen la atención de Sender. El árbol narrativo de la película del alemán es liso, enhiesto: casi toda la acción se circunscribe a las maniobras de Lope de Aguirre para alzarse con el poder en la expedición, socavando la autoridad de Pedro de Ursúa y usando como un títere a Hernando de Guzmán. En cambio, la historia del aragonés, sin suponer ni mucho menos una  caótica maraña de acontecimientos narrados, posee una rica frondosidad que está propiciada por esas frecuentes anécdotas, algunas de escaso desarrollo, que sirven de aderezo a la trama principal. La afluencia al relato de estas y de los fragmentos expositivos en los que se habla del universo amazónico puede tener su explicación en el modelo narrativo que parece subyacer a la obra de Sender,la crónica de Indias. La novela, contada por una narrador externo en primera persona, constituye un detallado diario del viaje emprendido por Aguirre y sus marañones desde Perú hasta Barquisimeto por la violenta y peligrosa senda del río Amazonas.
Con tal cantidad de hechos narrados en la novela es lógico que el número de personajes sea mayor en esta que en la película y que los secundarios adquieran un relieve mayor. Es esto lo que ocurre con algunos como La Bandera, Zalduendo, Pedrarias o Galeas, que ni siquiera aparecen en el film, o Inés de Atienza, que pasa de puntillas por la película, mientras que en la obra literaria se la convierte en eje en torno al cual gira un ramillete de estos secundarios, enamorados de ella.
No obstante, el protagonista indiscutible del largometraje y del relato es Lope de Aguirre. Y, si bien la complejidad narrativa de la que se ha tratado arriba puede ser juzgada tanto como un punto a favor de la novela respecto a la película, al otorgarle mayor riqueza, como un defecto si se entiende que la frecuencia de los excursos expositivos y de anécdotas irrelevantes resta intensidad al relato, es justo reconocer cierta ventaja del texto de Sender sobre la obra de Herzog en la caracterización del personaje principal. La fuerza de su carácter, violento, manipulador, maquiavélico, la percibimos tanto en el papel como en el celuloide, pero Sender carga las tintas en ciertos aspectos para que su figura aparezca con un aire casi mítico: es un hombre cojo, enteco, en apariencia débil, pero es el único que soporta, en medio de la canícula ecuatorial, llevar la pesada armadura; es capaz de dormir poco más de dos o tres horas al día, lo que le permite estar permanentemente alerta, vigilante, y dominar así, como un dios omnisciente, al resto del campamento; hace honor, mucho más que en el film, al subtítulo de este (“La colera de Dios”), con un titanismo que se manifiesta cuando reza=impreca a Dios (“Yo no soy de los vuestros, Señor, sino vuestro enemigo”; “¿Piensa Dios que por que llueva y caigan rayos no hemos de ir al Perú y hacer lo que debemos? En la mitad se engaña y otro tanto”).
En relación con ese titanismo hay que abordar la supuesta locura de Lope de Aguirre. ¿Es Aguirre un loco? Algunas de sus actitudes, como la constante desconfianza hacia sus compañeros de aventuras o los sueños megalómanos de erigir un reino independiente de Castilla en el Perú (sueños que se presentan de una manera más extrema en la película, en la que el personaje pretende engendrar, vía incesto con su hija, una dinastía que gobierne en las Indias), apuntan en esa dirección. Pero no nos engañemos: no es un simple loco, hay una razón de fondo que subyace a esa locura. Como nos explica el narrador de La aventura…, “su fama de loco era una manera de gloria, aunque fuera en el fondo bastante mezquina y vil, y se veía que el no haber conseguido otra lo traía inquieto”. Aguirre el loco, o, como después se llamará a sí mismo, Aguirre el traidor, enarbola esa locura, esa traición para enfrentarse, no solo a Dios, sino a su representante político en la Corona de Castilla, el rey Felipe II. Pero, ¿cuál es el motivo de ese enfrentamiento? Un motivo que no es ajeno a las crónicas de Indias, pues aparece en una de las más famosas y renombradas, la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo: la concepción de que una vida de servicios a la Corona en los hostiles territorios americanos no ha sido debidamente recompensada con los merecidos honores y riquezas. Es este un aspecto que está mucho más presente en el libro que en la película y que permite a Sender explorar los resortes íntimos de la conducta de su protagonista, resortes que, en cierta medida, coinciden con los del dictador retratado por Miguel Ángel Asturias en El Señor Presidente.
Así pues, en el libro, Aguirre es un loco con matices, además de un “demonio” con matices. Pese a encontrarse en las páginas de la novela evidentes pruebas de su malevolencia, pues no le tiembla el pulso para matar y hacer matar a muchos de sus compañeros de expedición, llegando incluso al extremo de acabar cruelmente con la vida de su propia hija, el amor que siente hacia esta misma y la amistad que le une al personaje de Pedrarias sirven para humanizar al personaje de Lope y dotarlo de una complejidad que no alcanza su homónimo de la película. Esa humanización de una figura que ha pasado a la historia por su manifiesta crueldad puede ser arriesgada y controvertida (ahí tenemos el ejemplo de El hundimiento, película de Olivier Hirschbiegel sobre las últimas horas de Hitler, criticada por Wim Wenders por tratar con demasiada benevolencia al dictador y genocida alemán), pero tiene la virtud de ofrecer una imagen más compleja y completa del individuo en cuestión y, en el caso concreto de La aventura equinoccial…, supone un indudable acierto.
¿Cuál es, por tanto, mejor: la película o el libro? No hay “mejor” ni “peor” en esta confrontación. Ambas tienen virtudes propias y virtudes compartidas y ofrecen visiones complementarias de la materia histórica que les dio origen. Lo que es verdaderamente mejor es disfrutar de ambas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario